Existe una clara línea divisoria entre la discrecionalidad y la arbitrariedad. La discrecionalidad debe venir respaldada y justificada, como señala Tomas Ramón Fernandez, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Madrid, por los datos objetivos sobre los cuales opera "para no quedar en simple arbitrariedad" y, por ello, cuando conste de manera cierta la incongruencia o discordancia de la solución elegida con la realidad a que se aplica, la jurisdicción contenciosa ha de sustituir la solución por la que resulte mas adecuada a esa realidad o hechos determinantes. Por ello, la revisión jurisdiccional de la actividad discrecional debe extenderse, en primer lugar, a la verificación de la realidad de los hechos y, en segundo término, a la valoración de si la decisión discrecional guarda coherencia lógica con aquellos (Arbitrariedad y discrecionalidad, Editorial Civitas, Madrid, 1991, pags. 115 y 116).
El paradigma propio del orden constitucional que rige el Estado Social de Derecho, nos ayuda a comprender que el ejercicio del poder público debe ser practicado conforme a los estrictos principios y normas derivadas del imperio de la Ley, no existiendo, por tanto, actividad pública o funcionario que tenga plena libertad para ejercer sus funciones, las cuales se hallan debidamente regladas en las normativas respectivas.
Sin embargo, como las actividades que cumple la administración pública son múltiples y crecientes, la ley no siempre logra determinar los límites precisos dentro de los cuales debe actuar la administración en su quehacer cotidiano, es por ello entonces que el ordenamiento jurídico atribuye a la administración dos tipos de potestades administrativas: las regladas y las discrecionales.
La potestad reglada es aquella que se halla debidamente normada por el ordenamiento jurídico; en consecuencia, es la misma ley la que determina cuál es la autoridad que debe actuar, en qué momento y la forma como ha de proceder, por lo tanto no cabe que la autoridad pueda hacer uso de una valoración subjetiva, por tanto "La decisión en que consista el ejercicio de la potestad es obligatoria en presencia de dicho supuesto y su contenido no puede ser configurado libremente por la Administración, sino que ha de limitarse a lo que la propia Ley ha revisto sobre ese contenido de modo preciso y completo".
Por el contrario, la potestad discrecional otorga un margen de libertad de apreciación de la autoridad, quien realizando una valoración un tanto subjetiva ejerce sus potestades en casos concretos. Ahora bien, el margen de libertad del que goza la administración en el ejercicio de sus potestades discrecionales no es extra legal, sino por el contrario remitido por la ley, de tal suerte que, como bien lo anota el tratadista García de Enterria, no hay discrecionalidad al margen de la Ley, sino justamente sólo en virtud de la Ley y en la medida en que la ley haya dispuesto.
La discrecionalidad no constituye una potestad extralegal, sino más bien, el ejercicio de una potestad debidamente atribuida por el ordenamiento jurídico a favor de determinada función, vale decir, la potestad discrecional es tal, sólo cuando la norma legal la determina de esa manera. En consecuencia, la discrecionalidad no puede ser total sino parcial, pues, debe observar y respetar determinados elementos que la ley señala.
Por otra parte, la discrecionalidad no constituye un concepto opuesto a lo reglado, porque, aunque en principio parezca contradictorio, toda potestad discrecional debe observar ciertos elementos esenciales para que se considere como tal, dichos elementos son: la existencia misma de la potestad, su ejercicio dentro de una determinada extensión; la competencia de un órgano determinado; y, el fin, caracterizado porque toda potestad pública está conferida para la consecución de finalidades públicas.
Es importante distinguir a la discrecionalidad de la arbitrariedad, estas categorías constituyen conceptos jurídicos totalmente diferentes y opuestos. La discrecionalidad es el ejercicio de potestades previstas en la ley, pero con cierta libertad de acción, escogiendo la opción que más convenga a la administración. En este caso, la administración toma su decisión en atención a la complejidad y variación de los casos sometidos a su conocimiento, aplicando el criterio que crea más justo a la situación concreta, observando claro está los criterios generales establecidos en la ley. La discrecionalidad no es sinónimo de arbitrariedad, sino el ejercicio de una potestad legal que posibilita a la administración una estimación subjetiva, que le permita arribar a diferentes soluciones, pero siempre respetando los elementos reglados que se encuentren presentes en la potestad. Y sobre todo, entendiendo que la solución que se adopte debe necesariamente cumplir la finalidad considerada por la Ley, y en todo caso la finalidad pública, de la utilidad o interés general.
Por el contrario, la arbitrariedad se caracteriza por patentizar el capricho de quien ostenta el poder, en determinados casos. Lo arbitrario está en contra del principio constitucional de seguridad jurídica, puesto que el administrado se ve imposibilitado de actuar libremente por el temor a ser sancionado por el simple capricho o antojo de la autoridad, por lo tanto, la arbitrariedad no constituye una potestad reconocida por el derecho, sino más bien, una definición que se halla fuera del derecho o, como se señala, una manifestación de poder social ajena al derecho. El elemento que permite diferenciar la potestad discrecional de la arbitrariedad constituye la motivación, ya que, en cualquier acto discrecional, la autoridad está obligada a expresar los motivos de su decisión, cosa que no ocurre con la arbitrariedad, pues resulta absurdo exigir una motivación a quien actúa al margen de la ley.
En concreto, la potestad discrecional de la Administración en la producción de actos no reglados por el Derecho Administrativo únicamente se justifica en la presunción de racionalidad con que aquélla se ha utilizado en relación con los hechos, medios técnicos y la multiplicidad de aspectos y valores a tener en cuenta en su decisión, de tal suerte que la actividad discrecional no ha de ser caprichosa, ni arbitraria, ni ser utilizada para producir una desviación de poder sino, antes al contrario, ha de fundarse en una situación fáctica probada, valorada a través de previos informes que la norma jurídica de aplicación determine e interpretados y valorados dentro de la racionalidad del fin que aquélla persigue".
Cuando nos referimos a la discrecionalidad y al principio de legalidad, estamos planteando la obligatoriedad de todos los órganos del Estado de someterse a los preceptos en Ley establecidos, y obviamente a este principio no escapan los órganos administrativos. En cuanto a si toda actividad administrativa debe estar vinculada o autorizada por una ley se plantean diversos criterios. En la opinión del catedrático Ramón Parada, la respuesta no puede ser discutida, puesto que no ha de ser razonable que toda la actividad administrativa sea objeto de previsión legal, allí donde la actividad administrativa va en línea de ampliar derechos y esferas de actuación del particular no parece estar justificado ese rigor de vinculación positiva a la ley, mientras que por el contrario, la vinculación positiva es requisito esencial de toda actividad que comporte limitación de libertad.
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